Provenía de una familia sostenida por un sueldo “cómicamente pequeño” del padre –el abuelo de Garibay–. Con esa mísera cantidad sostenía a la esposa y a sus seis hijos; sus “cinco hermanos suicidas”: Roberto, Josefina, Salvador, Rómulo y Jaime.
Su padre, a quien “nunca” pudo mirarlo de frente y tampoco le vio los ojos cuando le estaba mirando, era un hombre que “supo tanto de la pobreza, que la mera esperanza de dinero le llenaba de preocupación”. Y, la falta de empleo, le enardecía y justificó una reprimenda violenta al hijo temeroso por algo que le parecía mal hecho:
“Me gritaba. Yo no oía. Se exasperaba. Y me alcanzó en las escaleras, rugió, me golpeó. Yo sentía la tarde como algo abominable para siempre. Al día siguiente llegó con la noticia de que le habían dicho que sí a propósito de un empleo que andaba buscando. Entre bromas y veras mi madre le reprochó la ira de la tarde anterior.
–Era la angustia –dijo– de no saber qué iba a hacer, cómo los iba a mantener, a éstos –nos señaló–, a ustedes –señaló a mi madre”.
Ese hombre de “hombros y risa brillante y alta”, “de hablar de aldeas y fumadas tan largas”, “de dedos como cordones de hilos de acero”, que en su plenitud “amó la vida como nadie”, cuarenta años después, el cáncer y la gangrena se habían apoderado de su cuerpo.
Y el dolor
En este relato sobre la atroz agonía de su padre, a quien “ahora le duele todo”, Garibay recuerda, con cierta ironía, cómo el dolor trabajó sobre el cuerpo de su padre; cómo le causó “dolores insospechados, hechos con astillas de lámina”, lo cubrió de manchas moradas y negruzcas y afectó su densidad, al extremo de poder ser levantado como se levanta a pequeño niño. Y cómo, a la vez, a él le provoca dolor.
En su obra registra algunos fragmentos de aquella conversación que sostuvo con un sacerdote, con el padre Velázquez, respecto al dolor, al dolor que a él le causaba ver el sufrimiento de su padre y haber presenciado el sufrimiento de otras personas: