Dirección de Fomento a la Lectura

 

Quienes no supieron de la existencia de The Cable Guy quizá tuvieron la oportunidad de pasar por una experiencia parecida cuando vieron a Jim Carrey en Eternal Sunshine of the Spotless Mind (Michel Gondry, 2004) y exclamaron, sorprendidos y decepcionados: “No es graciosa...”.

Algo análogo pudo haberle ocurrido a Oscar Wilde cuando escribió su tragedia simbolista Salomé, en un momento en que había acostumbrado a su público victoriano a elegantes comedias cuyos personajes eran prácticamente todos unos cretinos impresentables, pero encantadores y adinerados, como la misma sociedad que aplaudía El abanico de Lady Windermere o La importancia de llamarse Ernesto, quizá no tanto porque se reconociera en ellas, sino porque en ellas reconocía a su entorno.

Oscar Wilde ya había demostrado, con El retrato de Dorian Gray, sus dotes para la tragedia, pero nunca antes de Salomé las había ejecutado en la escena. Esta obra, además, supone dos innovaciones más en la dramaturgia del irlandés: la obra se apega a la estética simbolista, uno de los movimientos de la poesía francesa entonces en boga, y está escrita en francés, un idioma que Oscar Wilde conocía, pero no dominaba, y prueba de ello es que la obra fue revisada, incluso a nivel gramatical, por Pierre Louÿs y Marcel Schwob.

El provocador dramaturgo retoma la conocida historia bíblica de la hija de Herodías e hijastra de Herodes, que instigada por su madre pide al tetrarca de Judea la cabeza de Juan el Bautista. Sólo que Wilde modifica un poco la historia: es Salomé, en su obra, quien tiene la idea de pedir la cabeza del profeta que no ha sucumbido a su seducción.La decapitación es, pues, un capricho de la princesa de Edom, quien a partir de la obra de Wilde quedará indisolublemente relacionada a la “danza de los siete velos” con la que rinde la voluntad de Herodes.

Herodías, por su parte, tiene menos protagonismo que en la historia bíblica, sin embargo, su papel es otro: ella encarna la agudeza e ironía de los personajes de las comedias de Oscar Wilde, la que se mantiene un poco ajena a todo el peso de los diálogos y decorados exuberantes y cuyo humor, esporádico, aligera algunas escenas inquietantes, especialmente aquéllas que resaltan la terrible profecía que está a punto de marcar al palacio.

En la escena final, Salomé besa, con luna en su rojizo esplendor, la cabeza de Iokanaan que sostiene entre las manos, una acción ajena a los comportamientos de los previos personajes wildeanos, salvo por, desde luego, Dorian Gray. Oscar Wilde todavía tuvo la delicadeza de mandar oscurecer el escenario durante el momento del beso, pero el director de escena puede perfectamente desobedecer la indicación. Semejante provocación le cuesta a Salomé la vida.

¿Y no pasó el propio Oscar Wilde por lo mismo? Así como Salomé pulverizó todas las reglas de la corte a la que, tras el matrimonio de su madre, pertenecía, Wilde hizo lo propio con las de la suya: hacer pública su relación amorosa con Alfred Douglas significó el fin de su libertad, de su carrera dramatúrgica, de su salud y de su vida. Quizá al escribir Salomé, Oscar Wilde se escribía a sí mismo previendo cuál sería su destino si rompía una regla más. Y lo hizo. Jim Carrey tal vez no tenga que lidiar con ese problema.

Oscar Wilde y su obra, como Salomé, perviven en nuestro imaginario, y la sociedad que lo condenó por ser quien era es apenas una nota al pie.